El lenguaje de los apetitos rompe el silencio de la reflexión
Gregorio Angelcos
Sueño siempre sueño, a pesar del pragmatismo y las múltiples necesidades de crecimiento material que nos impone la vida cotidiana. Todos salen de compras a grandes tiendas comerciales, disfrazan sus fantasmas de trasnoche y se introducen en un laberinto, donde la estética es un escaparate con espacios vacíos y maniquíes que disfrazan su corporeidad de plástico, para ofrecernos la desdicha de su fraude existencial.
Es el desborde material de la riqueza con sus tentáculos de seducción que nos hipnotizan con sus imágenes de éxito. Oro, estímulos fugaces de oro que no tiene quilates, pero que construye significados en nuestro subconsciente como si la riqueza estuviese al alcance de nuestras tarjetas de crédito y las ventajas comparativas del mercado.
Es un derroche de belleza que ensimisma nuestros sentidos, con sus formas obvias, estilos de trastienda puestas al alcance de nuestros afectos conculcados. Múltiples diseños para que la riqueza se multiplique y se concentre.
Nadie quiere trascender este minuto de tragedia, donde las razones son disciplinadas por la potencia del dinero. Los tránsitos y los movimientos son estáticos, el tiempo se ha detenido entre el lenguaje de las sombras y el propósito de que la vida se vaya a un cementerio con sonrisas de operetas.
Demasiado maquillaje y kepchut, caminos sinuosos y esperpentos vigilando las escaleras de caracol. Todos ríen o al menos fingen que lo hacen, luego el desenlace de los bolsillos vacíos y la vergüenza de saber que los artículos superfluos nos sumieron en el tráfico de las apariencias.
La perdida de los centavos destruye nuestra condición de pájaros en vuelo, y nos abre una jaula, para que en disfraces de payasos ingenuos podamos sentir la protección de sus barrotes fríos y herméticos. Aquí nos matan la respiración y la voluntad de los sentidos, mientras gesticulamos infamias y mentiras que no dicen razón con nuestra esencia.
El culto al grito desesperado con su carga emancipadora y nostálgica de tiempos pretéritos y futuros, se convierte en basura degradada por luces que reemplazan al sol que insiste en estimular nuestro coraje.
Pero el lenguaje de los apetitos rompe el silencio de la reflexión, y mimetiza la única necesidad, con la perseverancia que establece la subordinación de las estrategias que contaminan con su hielo nuestra naturaleza animal; de instintos que nacen y mueren como un tango nostálgico de los suburbios de Buenos Aires.
La noche de la naturaleza con su atmósfera de estrellas fue acribillada por la oscuridad de la caverna, donde los únicos que son capaces de desplazarse, están ciegos, pero con sus bastones en ristre, y sus cuchillos dispuestos para regresar al combate.
Y no palpan, solo embisten, y en su naturaleza ambivalente de visiones imaginarias y restricciones reales van sucumbiendo, caen como frutos silvestres, desestabilizados por el viento, pero se sumergen en la tierra, se siembran, y vuelven a germinar como semillas de misterio, enigmáticas, que alteran los ritmos monocordes de los equilibrios inconscientes de su perdida letal.
Restablecer nuestras locuras es un buen síntoma de reconstrucción de los espíritus, aquellos que son capaces de mover la ignorancia con la energía que proviene del amor, pero no ese amor vacuo, delimitado por la naturaleza de los fetiches, sino el que se sustenta en la profundidad de los océanos, una conspiración de peces que de pronto emergen con violencia y se dotan de alas para transformar la vida.
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