jueves, 4 de octubre de 2007

Alejandro José Ramón

ROL DEL ESCRITOR



Para intentar responder al interrogante ¿Cuál es el rol del escritor? deberíamos comenzar por definir al sujeto en cuestión, tarea difícil esta, si las hay. Puesto que el vocablo escritor se refiere a todo individuo que escribe, deduzco que no se pretende indagar sobre el rol de cualquier alfabetizado, sino el de aquellos que lo hacen de determinada manera. En este caso demandará límites, que se agreguen restricciones a la simple habilidad de escribir.
Son dos las condiciones indispensables:
La primera está referida al cómo, a la forma en que lo hará. El escritor es un vendedor de ilusiones bellamente escritas. Aunque la belleza es algo aún más difícil de precisar, existe sin lugar a dudas, se la puede apreciar, impresiona los sentidos y alimenta a los espíritus, los lectores se sienten mágicamente atraídos y los escritores se niegan a prescindir de ella. La Literatura es una de las Bellas Artes, la que emplea como medio de expresión la palabra. Por su parte el escritor es un imaginativo creador de belleza, debe serlo, que utiliza un lenguaje capaz de llamar la atención sobre sí mismo, distinto a otros tipos de discursos. Es el artista que, mediante el manejo de recursos lingüísticos, produce obras literarias.
La segunda condición se refiere al qué, sobre qué escribirá. Aquí la cuestión es opinable, siempre que se cumpla con la condición de ser libre. El escritor debe contar con la capacidad de determinar espontáneamente sus actos, con la única limitante de no poner en riesgo con ellos, los derechos de los demás. Ejercerá el libre albedrío, será dueño de sí mismo, escribirá con confianza, con franqueza, sin ser dominado ni coaccionado por nadie, sin que el contenido artístico o ideológico de su obra guarde subordinación a nadie, o sus textos se tiñan de intereses ajenos a sus propias convicciones. Este es el punto. Al igual que el primero, no admite claudicación alguna. Sin embargo… ¿Es acaso el escritor completamente libre al escribir? Vargas Llosa ha dicho alguna vez “Yo no escojo mis temas, estos me escogen a mí”, lo cual reivindica la duda. No escapará a la experiencia de cualquier escritor, el haber desarrollado temas de forma impensada, por influencia del tan mentado y no menos antiguo concepto de “inspiración”, o del más moderno de “subconsciente”. Sería ideal que el escritor pudiese tener pleno control de lo que escribe, todos lo pretenden pero ninguno lo consigue. Las palabras terminan, con frecuencia, imponiéndose sobre la voluntad del escritor. No es a estas clases de influencias a las que me refiero, sino a aquellas provenientes de los designios de otros individuos.
Que no sean los sectores, las editoriales, las corporaciones, las universidades o los estados los que dispongan el rol que los escritores deban cumplir frente a la sociedad. Es él mismo, en el pleno ejercicio de su libertad, el que decide cuál será ese rol, surgido de su propia concepción. Él y nadie más que él es quien establece los criterios estéticos que gobernarán sus obras, así como las ideas y la forma de verterlas. A algunos les ha costado la vida por sostenerlo.
No es reprobable que un escritor escriba textos bellos, sólo eso, dedicados a abstractas cuestiones del espíritu (el amor, la distancia, el tiempo, etc.), carentes por completo o casi por completo de referencias al humano acontecer, a la cotidianeidad, a la material realidad política, sociológica, psicológica, histórica, etc. No hay nada censurable en esa tendencia del “arte por el arte mismo”, considerada por algunos como un tanto narcisista y por otros como la esencia misma de la literatura. Son muchos los que piensan que así debe ser, que el escritor se atendrá solamente a la creación de belleza. Otros, por el contrario, creen que debe comprometerse y sus acciones estar dirigidas a producir cambios en las personas para que estas, a su vez, generen cambios de determinado signo sobre el entorno. Entre ambos extremos, hay una agotadora cantidad de variantes que resultaría harto tedioso de enumerar, con el agravante de olvidar a varias.
En la búsqueda de su rol, es trascendente que el escritor sepa de antemano quién será el destinatario de su obra. Unos pocos dicen escribir para sí mismos. Sólo por alguna situación fortuita sus escritos llegan a manos ajenas. Esta clase de escritores, cuya existencia muchos ponen en duda, únicamente necesitan ser capaces de poder entender sus textos cuando los relean, desinteresados como están de las disidencias o coincidencias ideológicas o de estilo, que puedan surgir con sus accidentales lectores. Humberto Eco, al referirse al tema, ha dicho en el XIV Festival del Libro de Budapest 2007: “Odio a los escritores que dicen que escriben para sí mismos. Lo único que escribimos para nosotros mismos es la lista de las compras”. Aquellos, en cambio, que escriben para los demás, los que anhelan ser leídos, sin que esto implique necesariamente el deseo de ser remunerados, tal vez, como dice Fernando Sabater, lo hagan siguiendo la muy humana vocación de trascendencia. Esos son los que enfrentan conflictos de conciencia. Sus criterios estéticos pueden llevarlos a embarcarse en una aventura simbólica y a producir obras ininteligibles o, al menos, difícil de entender. Ese arte, curiosamente, se convierte en arte después que el lector ha leído los comentarios explicativos de algún experto que lo revela como tal. Es un producto que no se puede disfrutar directamente. Se diría que escriben para la posteridad, para cuando el código que permita descifrar sus obras, esté suficientemente difundido entre las mayorías. No obstante, aquellos que pretenden transmitir un mensaje al presente, para las gentes “de a pié”, deberían hacerlo utilizando un lenguaje accesible, aunque sin desatender los criterios estéticos que gobiernan su estilo. Cuando la intención primera es difundir ideas, de nada vale escribir bonito si se hace con un discurso incomprensible.
De todo esto se desprende que habrá tantos roles como escritores preguntados haya, y que cada obra será el producto de un complejo proceso de alquimia entre el “arte” y la “ideología”. Sin embargo, no debería olvidarse que la palabra, tan pronto abandona la boca o queda impresa en cualquier tipo de soporte, deja de pertenecer a quien la suelta, y eso exige cierto grado de responsabilidad.
A pesar de que hablando del tema, sólo logremos ponernos en desacuerdo, es bueno hacerlo. Víctor Redondo ha expresado en una entrevista: “La función del escritor es contar historias, desarrollar el lenguaje, recrear las palabras y volverlas a poner en circulación. Pero si además de eso el escritor quiere jugar un papel en la sociedad, debe hacerlo. La gracia de la vida consiste en involucrarse en todo lo que pasa. El oficio literario es el secreto, el misterio, lo que cada uno hace en la soledad más absoluta, es encontrarle nuevos sentidos a la realidad, es poder expresar lo que mucha gente siente pero no le encuentra nombre, es luchar para que el lenguaje, que está siendo reducido por el capitalismo a meras consignas, vuelva a tener riqueza, para que la juventud que maneja ochocientas palabras pueda tener mejores maneras de hablar y de entenderse”.
El escritor es un esteta que se sirve de la verba, para excitar la imaginación del lector, a través de la ficción, hasta un punto insospechado. No es sólo el que imagina y cuenta ficciones, también puede ser el que ayude a desacralizar el arte, a masificarlo, a despojarlo de su aureola reverencial. Si se lo propone, puede cumplir con el rol de testigo de la época, de narrador y crítico, de un denunciante que vierte sus propias ideas y con ellas induce a la duda, que interpreta y sugiere cómo interpretar la realidad. Tiene en sus manos la preciosa habilidad de difundir su pensamiento y de enseñar a pensar a los demás, al tiempo que los hace gozar con su arte. Su rol es, creo, el de materializar la oralidad, cualquiera sea el soporte utilizado. Es, en definitiva, el de decir lo que tenga para decir, que no es otra cosa que cumplir con su destino.
Héctor Tizón cree que la historia le impone al escritor una tarea, por vivir en un determinado tiempo y lugar, región o nación. Y ese lugar será para el escritor su metáfora del mundo. Su tarea, dice, no es la de cambiar la vida sino la de reflejarla, fijarla, y no dejarla morir en el olvido, para que los demás la observen una y otra vez, para que todos tengamos otra oportunidad. Un escritor debe ser, tan sólo, un hombre libre que escriba y que honre la libertad de los sueños de los hombres.

1 comentario:

Luis Holgado dijo...

Coincido en líneas generales, con el hombre sin apellido.
Aunque, me resulta inocente cuando afirma que el escritor, "...no debe ser dominado por intereses ajenos a sus propias convicciones...". Es de público conocimiento, que los autores, históricos o ensayistas, han demostrado en más de una ocasión, perseguir intereses "non santos" tal como el Tittorelli de Kafka, pintaba sus personajes, a pedido del Fürher, con alas en los pies.
En cambio, cuando dice: "...la función de escritor es recrear...", no cabe duda que de la profundización de la literatura, concebida como arte, surge el rol del escritor.